La compasión, el «vago» y un mundo más amigable
Llevo cierto tiempo trabajando sobre el tema de la amigabilidad en el mundo y tal vez por aquella frase que incluye Rubén Blades en una de sus canciones: «Al que nace pa´ martillo del cielo le caen los clavos», me han llegado de aquí y de allá, varios artículos y documentales que tratan sobre lo que nos hace más o menos proclives a un contacto positivo con nuestros semejantes.
De acuerdo a investigaciones recientes el nervio vago ―uno de los que ocupa más espacio en nuestro organismo― es el responsable entre otras cosas, de administrar la noble función de la compasión.
Los científicos han demostrado que, si no estamos excesivamente perturbados emocionalmente, este grueso cable de inervación es el causante de que experimentemos sensaciones de calor en el pecho cuando percibimos el dolor ajeno o cuando escuchamos hermosas piezas musicales y desde luego, cuando estrechamos en los brazos a un ser querido.
Y como si esto fuera poco, estudios más especializados aseguran que por ser el nervio que sensibiliza a la cavidad bucal, su actividad condiciona una mayor calidez en la comunicación afectiva.
De ser ciertos los hallazgos de la neurociencia, tenemos dentro del cuerpo a un «vago» convertido en gran aliado para establecer interacciones beneficiosas y productivas con la gente.
No obstante, dado que en la mente humana no existe la relación «una causa=un efecto», sino más bien una combinación de elementos conectados para producir la conducta, sería un error dejar toda la carga al sistema nervioso y olvidar el papel que ejerce el modelaje en la generación del comportamiento global.
Así, la compasión existe de forma potencial en los niños desde los primeros años de su crianza; pero la incorporación definitiva en su repertorio conductual debe ser respaldada por una observación sistemática del fenómeno y una experimentación directa… en carne propia.
Esto es que, a diferencia de una crianza hostil y desapegada, un ambiente familiar empático y compasivo hacia las necesidades emocionales de cada uno de sus integrantes, dará al niño la capacidad para entender las vivencias ajenas y animará su deseo por ayudar a los demás.
La tarea comienza entonces por compadecernos de un chico que llora, en vez de gritarle o castigarlo para que se calle y si además tratamos de comprender la razón que motiva su llanto, le estaremos ayudando a fortalecer su capacidad de empatía y solidaridad.
Si en lugar de aporrearle la autoestima con adjetivos denigratorios o reproches descalificadores porque saca bajas calificaciones o no cumple con los estándares que se le imponen, le enseñamos a recuperarse de los fracasos, a aceptar las experiencias como aprendizajes de vida y a resistir las frustraciones sin caer en la desesperación, habremos dado un gran paso de avance en la promoción de un ser evolucionado, saludable y dispuesto a fomentar un mundo más amigable.
El resto pues… se lo dejamos al «vago» y ¡que se ponga a trabajar!