Cuidado con lo que deseas. Puede que no sea…
A ver… ¿cuántos mensajes escuchas a diario, provenientes de «gurús» del New Age y del muy novedoso mundo de los motivadores, ensalzando el poder del pensamiento positivo, la visualización y la incomparable Ley de la Atracción, como vías expeditas para cumplir todos tus deseos?
¿Decenas, cientos, miles? En todo caso, son muchos.
Leyendo recientemente uno de ellos, recordé cuando en diferentes tiempos de mi niñez, deseaba intensamente convertirme primero en conductor de autobús, luego en bombero y por último en piloto de aviación militar.
Durante cada una de aquellas etapas ―y con la intensidad propia de la credulidad infantil― recé, visualicé, atraje con el pensamiento, jugué con autobuses de todas clases, monté en camiones de bomberos y volé aviones, tanto los de papel como los armables de plástico.
Hoy en día, sumando y multiplicando, calculo que debo haber trasladado imaginariamente un millón de pasajeros; apagado cientos incendios y derribado unos cuantos enemigos en pleno combate aéreo.
Claro que, también en la actualidad, miro hacia el pasado y doy gracias a Dios por no haber permitido que se cumplieran aquellos deseos que formulaba con crédula vehemencia frente a cada torta de cumpleaños, desde los cuatro años hasta que entré en el llamado «uso de razón».
La explicación del porqué ocurrió de ese modo, quizás la tengan los iluminados a los que hice referencia al comienzo o tal vez, simplemente resida en el hecho de que uno desea las cosas según la edad que tenga, el estado de ánimo en que se encuentre, las necesidades que perciba momentáneamente; a lo mejor, hasta basándose en caprichos derivados de la inexperiencia o de eventos previos de insatisfacción.
Me remito a un ejemplo reciente que tal vez nos pueda ayudar a examinar mejor este asunto:
Una paciente a quien atendí en su adolescencia, me escribió -ahora adulta- para que la orientara en un leve desajuste de su hijo de dos años de edad y esto fue lo que motivó mi interés por el tema del deseo ferviente.
En el correo de vuelta, le pregunté si por fin se había casado con aquel novio al que se aferraba con uñas y dientes, jurando que era el amor de su vida y afirmando que lo único que deseaba era escaparse con él, aun en contra de la opinión familiar.
Transcribo su respuesta:
― ¡Noooo!… ¿Estás loco? Aquel tipo era un enfermo antisocial. No sabes cómo valoré tus palabras, cuando me señalaste que solo estaba con él para vengarme, porque creía ser maltratada por mis padres. Me casé con un hombre amable, educado, formal y exitoso. ¡Gracias a Dios… y a ti!
Aquello me dejó pensando:
¿Qué tal si los principios metafísicos hubieran ejercido su efecto? ¿Qué habría pasado si el Universo, irresponsablemente, hubiese concedido la gracia que ella le pedía con todas sus fuerzas? ¿Estaría escribiendo esta joven mujer para que la aconsejara sobre cómo entender a su hijo o sobre la manera más efectiva de esconder una lima dentro de una torta para llevarla a la cárcel municipal?
El problema básico, según lo veo, es que demasiada gente se cree autorizada para guiar a otros, sin tener la menor idea de cómo funciona la mente humana.
Muchos son los improvisados que solo buscan lucrarse con las necesidades ajenas y no menos son aquellos que desean resolver sus propios conflictos erigiéndose en «sabios» que solo utilizan frases panfletarias sacadas quién sabe si de un recetario de cocina.
Volviendo a mis deseos infantiles, hoy día agradezco a la vida por hacerme crecer y madurar para darme cuenta de que la realidad existe y cambia constantemente.
Desde luego, los viajeros de autobús, las víctimas de incendios y los expertos pilotos de cazas también estarán agradecidos a la voluntad divina que no me permitió realizar mis anhelos.
Los combatientes enemigos, en cambio, habrán estado muy descontentos.
Se perdieron de un blanco perfecto.