
En defensa de la ignorancia (como forma de protección)
A través de la historia han sido muchos los dedos apuntados a la ignorancia como la causa esencial de todos los males de la humanidad.
Desde luego, el desconocimiento de la realidad te expone a grandes riesgos tales como no advertir el hueco donde vas a caer mientras caminas por la calle o tragarte tranquilamente el veneno que un enemigo te ha puesto en la bebida. Sin embargo, no estar informado de ciertas cosas puede tener su lado positivo.
En mi caso, confieso ser flagrantemente inculto en lo que respecta a las letras del Reggaetón; soy del todo indiferente a la actividad que realizan las Kardashian y carezco de cualquier noción sobre los personajes del Juego de tronos, del hambre o cualquier otro juego de esos que se producen actualmente en los talleres cinematográficos.
De este modo protejo mi sistema emocional de agotamientos innecesarios y dedico la energía resultante a temas menos exigentes en términos de energía cerebral.
Ignorar, en el sentido de «no hacer caso», es igualmente un recurso válido para proteger la estabilidad personal.
Si atiendes a críticas necias o si respondes a cada insulto que dispara un desquiciado usando las redes sociales, el gasto implicado no será compensado por un cambio de actitud en el impertinente sino que además te dejará más agotado(a) de lo que en principio deseabas.
Claro está, que al hacer esta observación hablo de una «ceguera y sordera selectiva» sin alabar la dañina práctica que, según dicen (hasta en esto soy ignorante), emplea el avestruz al avizorar un peligro inminente.
La idea central de mi recomendación es distinguir aquello que pruebe ser realmente valioso y desechar la estupidez donde quiera que esta surja.
¿Que el imbécil de turno habla hasta por los codos solo para agobiarte? ¡Cierra tus canales sensoriales y escucha las olas del mar!
¿Que te llaman analfabeta porque no lees ni escribes tonterías? Cierto, analfabeta y ¡a mucha honra! ¿Cuántos sabihondos no hay por ahí llenos de nada en sus cabezas?
Tú, a lo tuyo, a tu mundo interno, a tu familia, a tus intereses, a la vida real… a la alegría verdadera, que de eso sí vale la pena aprender.
¡Larga vida a esa clase de «ignorancia» y a ti, por supuesto!