Eso que no cuentas a nadie, ¿te estará haciendo…
Desde luego que todos tenemos algo que esconder y más aún, el derecho a una vida privada, dentro de un espacio mental que nos pertenece.
La formación de una instancia moral, creada por la cultura o los principios éticos que nos hayan sido inculcados en la familia, hace que no podamos revelar todo lo que hemos hecho o seguimos haciendo, con o sin intención.
Sin embargo, dado que el humano es el único ser (o al menos no se ha descrito en otros animales) capaz de autoanalizar su comportamiento, a veces esa misma instancia que nos lleva a restringirles cierta información a los demás, se convierte en una fuente de malestar que tarde o temprano afectará nuestra estabilidad emocional.
Un hombre casado que asistía a mi consulta sufría de remordimientos que no revelaba a nadie, por recrearse en fantasías eróticas con la vecina de al lado, quien le atraía soberanamente.
Nada había pasado entre ellos y ―según él mismo afirmó―, para aquella mujer él era casi un cero a la izquierda, pero el “pecado” de serle infiel mentalmente a su esposa, le agobiaba hasta el punto de generarle un cuadro que en Psicología se conoce como ansiedad flotante, una especie de presión constante en el pecho que le dificultaba la respiración y la concentración para el trabajo.
¿Merecía aquel señor tanto sufrimiento? ¿Quién no ha tenido ensueños irrealizables con personas cercanas o lejanas, sin otro propósito que jugar un poco a la imaginación?
Para Freud, el campo de lo imaginario ―al igual que los sueños―, eran recursos que usaba el aparato psíquico para compensar por limitaciones en la actividad cotidiana o bajar la ansiedad producida por la represión de un hecho NORMAL.
El credo católico incluyó a la confesión como un sacramento, no solo porque uno le echa el cuento a Dios para que le perdone por sus excesos en este mundo, sino además, por el efecto tranquilizador que se deriva de la descarga de esos secretillos que guardamos celosamente en nuestros archivos más profundos.
Reprimirlo todo, esconder hasta el más mínimo detalle de alguna digresión, por leve que esta pueda ser, es como tener una piedra en el zapato y decir:
― ¡Es mi guijarro y aunque me destroce la planta, no permitiré que nadie me vea sacándolo!… ¿Cómo justificar que he corrido en un parque? ¡Qué horror!
Así, el tema se convierte en un trauma innecesario que te atosiga sin descanso, hasta causarte algún daño.
Pues bien, valdría la pena que revisaras con objetividad esas cosillas ocultas y evaluaras cuáles son de verdad censurables y cuáles puedes contarle a un amigo, tu pareja o quién sabe si a un terapeuta de confianza.
Después de todo, en esto se cumple el proverbio chino:
El fin de un gran sufrimiento, es un oído comprensivo y paciente. Clic para tuitear