No quiero ser «todo el mundo»… ¿y tú?
Conocí a M. en 2002, cuando tenía 16 años. En aquellos días fue llevado a mi consulta por su madre con la preocupación de que no atendía a las clases, se aislaba de los demás compañeros y hablaba de una manera que sorprendía hasta a la familia misma.
La buena señora y varios de los profesores sospechaban que se estaba volviendo loco.
M. estuvo cinco meses en mi consulta hasta que por un acuerdo mutuo suspendimos el plan que le permitió hacer ciertas concesiones y «adaptarse» al entorno.
Recuerdo que en la sesión final me dijo:
―Gracias por tu ayuda. Contigo he entendido que si no quiero formar parte de «todo el mundo» tengo que empezar por ser yo mismo y conocer a los demás para saber de quiénes me voy a diferenciar.
Nos despedimos amablemente y luego perdí rastro de él, hasta ayer cuando hizo acto de presencia en un efusivo correo a contarme cuánto ha hecho y las metas que aún le quedan por lograr, a corto y mediano plazo.
No voy a explayarme en su relato porque aborrezco esas historias pseudomotivadoras las cuales a fin de cuentas lo que hacen es poner al lector en una posición depresiva por no haber estado ―y sentir que nunca estará― a la altura del héroe exaltado en la oda de turno.
Prefiero más bien apuntar varias de las claves que M. me dejó como obsequio, con una provocadora frase de cierre:
– No quiero ser «todo el mundo»… ¿y tú?
Pero antes debo confesar que después de leer el enjundioso relato, me puse a revisar fuentes confiables que ratificaran o negaran lo expuesto por M. y el resultado fue el esperado: ¡Sin duda alguna, al apreciado amigo le va de lo mejor!
Confirmada la gloriosa versión, paso a enumerar los principales puntos que, a su forma de ver, fueron claves en el desarrollo de un proyecto de superación que arrancó dentro de una adolescencia conflictiva:
- No hablar como «todo el mundo». M. se dio cuenta tempranamente de que si se amoldaba a las expresiones simplistas empleadas por sus iguales se quedaría hundido en la ciénaga y jamás se elevaría a las alturas que deseaba. De modo que dedicó tiempo a la lectura, se interesó en aprender idiomas para comparar su idiosincrasia con el de otras regiones del mundo; empezó a usar vocablos de mayor elaboración y a corregir los defectos habituales en la gente común.
- Exigirle más al pensamiento. Lejos de conformarse con una sola idea o una sola opinión sobre algún tema, M. siempre se ha esforzado por pedirle más a su pensamiento racional. Así ha podido ampliar sus unidades de análisis y encontrar detalles que son invisibles para un gran porcentaje de las personas que le rodean.
- Dominar las emociones. Sin volverse frío o insensible, M. dice manejar sus reacciones emocionales bajo el control de la mente objetiva. Esto le permite un mejor rango de maniobrabilidad en su conducta y le evita caer en situaciones tramposas de esas que afectan a «todo el mundo».
- Desarrollar gustos distintos por cosas diferentes. Enrolarse en cuanta moda aparezca o seguir las tendencias de gustos populares no es recomendado por M. Asegura que al hacerlo se corre el riesgo de perder la brújula y dejarse llevar por la corriente hacia un destino no escogido. De lo que hay selecciona lo que se acomoda a su estilo y cambia en cuanto descubre algún tipo de dependencia a la costumbre.
- Ser un satélite de las redes sociales. M. se vale de los medios de comunicación como herramientas informativas y aparece en ellos únicamente cuando le interesa que se conozca algo de valor para otros. De lo contrario, gira alrededor de Twitter, Instagram y Facebook, cual satélite espacial mirando los vaivenes de la actualidad, solo para enterarse de las corrientes por las que circula «todo el mundo» y deslindarse de ellas.
- Atreverse a ser UN individuo. El rechazo, la desaprobación o la soledad no son temas que a M. le causen temor. Desde joven aprendió a estar en paz consigo mismo y, aun cuando en la actualidad le sobra gente con la cual compartir, elige momentos para aislarse y contemplar a prudente distancia los caminos que se le abren al futuro.
Suspendo aquí la reseña de un enjundioso correo que he decidido guardar por si uno de estos días, en un descuido, pudiese equivocarme y apartarme de la individualidad sobre la que M. me enseñó tanto en 2002 y que ahora viene a reforzar con su inesperado ingreso a mi bandeja de entrada.
Le responderé pronto.
Trataré de que no vuelva a ausentarse y me mantenga informado de sus andanzas.
Le pediré que me escriba con frecuencia, porque el círculo de quienes no quieren «ser como todo el mundo» se estrecha inexorablemente y voy a necesitar apoyo en la agotadora tarea de clamar en el desierto.
Ojalá el gran M. acceda a regalarme parte de su tiempo y contribuya a alimentar mis ya desfallecientes esperanzas en la especie humana.
Ojalá una tipología tan natural como la de M. nunca deje de existir.