A los padres hay que enseñarlos… no castigarlos. (Una…
Nunca olvido la primera vez que me atreví a plantarle cara a mi padre, un hombre autoritario, voluntarioso y con la fortaleza física de un paquidermo.
Tendría yo unos 13 años de edad, cuando por fin solté lo que desde hacía tanto llevaba por dentro.
El impasse surgió a causa de una prohibición suya la cual me parecía del todo injusta e inapropiada.
No sé ―o a lo mejor sí― de dónde saqué el valor para enfrentarlo con una firmeza inesperada para él, mirarlo directamente a los ojos y replicar:
―¿Crees que eres un buen padre porque me impones las cosas y tengo que obedecer? Pues estás muy equivocado. Me estás enseñando a ser abusivo y nada más.
Debo confesar que dije aquello temblando de pánico. Suponía que después de tal desafío lo que me esperaba era la inmediata hospitalización en alguna sala de traumatología.
Para mi sorpresa, el hombre quedó estupefacto y sin habla. Tratando de recuperar el control hizo el ademán de lanzarme una bofetada, pero su gesto quedó en suspenso ante un nuevo reto de mi parte:
―¡Eso!, pégame a ver si me callo. ¿Ves como no sabes educar a tus hijos? Piensas que haciéndome callar evitas saber que eres injusto. ¡Lo eres y lo seguirás siendo, aunque me mates a golpes!
A todas estas mi madre intentaba calmar los ánimos con súplicas dolientes hacia los bandos en disputa.
Resumo el desenlace: Los azotes esperados no llegaron, me fui a la habitación rumiando una ruda protesta y dejé de hablarle a mi padre por dos semanas.
El armisticio se firmó un día en que, dejando de lado su coraza defensiva, el otrora Stalin aficionado me invitó amablemente al cine solos él y yo.
Entendí su forma de disculparse y acepté. Pasamos de maravilla la función y disfruté de los helados que compartimos a la salida, descubrí su lado sensible, se lo ratifiqué con una actitud favorable y allí mismo comenzó a desarrollarse una larga amistad que duró hasta varias décadas después cuando le dio por despedirse de este mundo.
Cuento esta anécdota como un mensaje a los hijos que han guardado resentimientos hacia unos padres ignorantes de su torpeza y descuidados en sus estilos de crianza.
Castigarlos parece ser lo único que merecen y para conseguirlo, a quienes se sienten víctimas de maltratos les importa poco sacrificarse ellos mismos.
A ellos pregunto: ¿No saldría mejor educar a tiempo a sus progenitores? ¿Darles una clase de «parentalidad» que les haga cambiar de comportamiento o al menos reflexionar sobre sus errores?
Desde luego, hay padres necios y poco dados a aprender, pero no son la mayoría.
Más son los simples repetidores de métodos que les fueron aplicados en su momento y que tienden a reciclar como autómatas, en la creencia de que siguen siendo útiles.
Durante el tiempo que he dedicado al trabajo de orientación y terapia familiar he podido comprobar que una confrontación razonada, valiente y decidida es el mejor despertador para la consciencia de quienes asumieron su función, como diría Serrat: «Sin conocer el oficio y sin vocación».
A mí me sirvió de mucho.
Un acceso de locura a los 13 años desvió el rumbo que llevaba hacia una rebeldía equivocada y un rencor enfermizo, para colocarme en el rol de docente convencido de su poder para enseñar sin castigos.
El resultado fue ganarme a un amigo fiel e incomparable.
Ojalá otros elijan un camino similar y encuentren el tesoro que yo encontré.
Ojalá también les ayude a ser los padres que quisieron para sí mismos. Se ahorrarán refriegas innecesarias y lo mejor de todo, tendrán hijos agradecidos.
¿Acaso se puede pedir otra recompensa?