Decir NO y preguntar ¿POR QUÉ?… ¿Se lo permites…
―¿Por qué? ―pregunta un niño.
El adulto responde de inmediato y en forma tajante:
―Porque lo digo yo ¡y punto!
―No quiero comer ahora ―alega otro niño.
―¡Usted come cuando se le manda! ¡No me desafíes! ―vocifera la madre, en esos cambios de «usted» y «tú» que usan los padres cuando quieren enfatizar su talante autoritario.
―Muy bien ―pienso yo― ustedes pueden hacer lo que les plazca con sus hijos; pero, a ver cómo se las arreglan cuando, en la edad adolescente, los chicos tengan que enfrentarse a la presión social para que hagan cosas que a ustedes les parezcan reprobables y ellos no tengan las armas de autoafirmación que les fueron arrebatadas en la niñez.
Sí, ARMAS DE AUTOAFIRMACIÓN. No otra definición puede dárseles a esos poderosos instrumentos como son: el NO y el ¿POR QUÉ?
Debido a la creencia de que la negativa infantil desafía la autoridad parental y que las constantes interrogantes son sólo formas necias de exasperar a los adultos, a los niños se les reprimen ―a veces con una dureza insensata― tales manifestaciones de sus intentos por consolidar un Yo autónomo.
De este modo se les deja en un plano en el cual se alternarán, ya sea una fuerte rebeldía o la más absoluta sumisión.
Si quienes tienen en sus manos la formación de los jóvenes, se detuvieran a pensar unos momentos en su tarea de hacer personas libres, eficientes y constructoras de una sociedad justa, tal vez tendríamos menos transgresores de las normas y muy escasos fanáticos seguidores de ídolos o líderes que les hipnotizan con ideas perversas.
La negativa del niño debería aceptarse siempre y cuando se presente ante situaciones que no atenten contra su salud o su seguridad, cuando sea expresada sin irrespeto o refugiándose en una terquedad oposicionista sin sentido.
Pensemos por un momento y apartando posturas rígidas: ¿Cuánto de problemático hay en que un preescolar decida rechazar cierto tipo de alimentos o que no desee usar una que otra prenda de vestir?
¿Qué tiene de intolerable el hecho de que un preadolescente quiera saber por qué se le instruye de cierta manera, por qué se le impone alguna norma o por qué debe considerar infalibles a sus padres y maestros?
¿Acaso somos dioses perfectos que conocemos hasta la más mínima ley del Universo?
¿Por qué no nos atrevemos a romper con los aprendizajes de antaño y les enseñamos que una negociación justa siempre rinde mayores beneficios que un latigazo en el lomo?
Si los valoramos como seres individuales, no necesitados constantemente de la aprobación ajena, ¿no les estaríamos dando útiles armas de defensa contra los pervertidos, los vendedores de droga y las plagas sociales a las que tanto tememos?
Convencido estoy de que si lográramos comprender en lugar de reprimir; si nos detuviéramos a revisar nuestros códigos éticos antes de imponerlos a rajatabla; si fijáramos nuestra mente en reforzar el concepto de libertad individual en vez de reclamar una obediencia ciega, tal vez no seríamos catalogados como los padres más temidos o mejor calificados a los ojos de nuestros contemporáneos, pero sin duda seríamos los más satisfechos a largo plazo y desde luego, los que más éxitos personales veríamos alcanzar a nuestros hijos.
Piénsalo: Las sumisas ovejas y los violentos avispones, seguramente no tienen padres de esa clase.